monti otoño 2013

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Los mandarines y pontífices, la crítica gastronómica y la Red

Llevo en pocas semanas leídos ya media docena de descalificaciones, repletas de improperios, a la crítica, o simple opinión, gastronómica en la Red. Todas ellas de reconocidos comentaristas de los medios escritos de comunicación, algunos incluso críticos (en alguna ocasión). Alguno, incluso autor de meritorios Anuarios.

Es sorprendente el papel que puede deducirse que se pretenden arrogar: el de interpretes únicos de qué está bien y de qué no en el arte del buen comer y mejor beber. Como si el maltrato recibido en un restaurante o su deficiente calidad, nunca reseñados por ellos porque nunca lo sufriran por ser quienes son, no justificara un desahogo. Más: como si el lector de los mismos en alguna red fuera un subnormal incapaz de enterderlo como tal.

Ello además de otro elemento relevante que transcribo de alguien que sabe mucho más que yo aunque esté referido a la Red en general pero es de aplicación: "se echa de menos en su panorama algo más de acento en la vertiente creativa de la Red, que sin duda es importante. Hay gentes, que nunca habrían accedido a publicar en las ágoras que controlan los mandarines de la cultura y el mercado, que ahora publican y con mérito. Y si alguno lo hace por exhibirse es con el mismo derecho que tienen a exhibirse los pontífices de la opinión". Pues eso.

viernes, 17 de febrero de 2012

Los impresentables clientes

Habituados a criticar las deficiencias de la cocina y los fallos de los camareros en la sala, no es fácil encontrar gastrónomos, o simples conocidos, que estén dispuestos a aceptar que en bastantes ocasiones lo que es inaceptable es el comportamiento de los clientes. Cada vez menos, si debo fiarme de mi experiencia, pero eso debieran decirlo los restauradores que, como es lógico, callan porque viven de eso. Aun así, no me resisto a comentarles algunos aspectos sorprendentes ordenados por la frecuencia con que los vengo observando.

1. La mayoría reserva a la misma hora. En varias ocasiones me he quejado de la lentitud del servicio. Pero jamás lo haría si llegara al restaurante a la misma hora que el 90% del resto de los comensales. En especial a la hora de la cena. He llegado a ver en Ca Sento (cuando llenaba claro), cómo el restaurante pasaba de tener ocupada sólo la mesa en la que me encontraba a estar completo en menos de cinco minutos. Talmente como si los comensales hubieran llegado en autobús. Y como es obvio, la capacidad de la cocina, excepto que la comida esté precocinada, es limitada.

Reservar un cuarto de hora antes (mejor) o media hora después de las diez puede implicar en España una diferencia sustancial. No sólo en la espera sino en la confección de los platos. El hecho más bochornoso del que he sido testigo ha sido unos foráneos que pidieron la hoja de reclamaciones en un repleto La Dehesa de Joaquín Castelló cuando en pleno domingo de julio llegaron a las tres y a los diez minutos ya estaban echando pestes de la lentitud del servicio.

2. Cada comensal de un grupo pide un plato diferente. Un elemento complementario del anterior es, es pedir cada comensal un plato diferente cuando se forma parte de un grupo numeroso. El razonamiento que he escuchado siempre ha sido el mismo: yo pago; por tanto no voy a dejar de comer lo que me apetece. La opción sería perfecta si, de nuevo, la capacidad de la cocina para preparar platos distintos fuera ilimitada. Y si uno acepta las consecuencias. Pero no es así. Por tanto, ante una heterogeneidad de tiempos de cocción o el chef es un ordenador o la elaboración acaba por resentirse. Excepto en Eladio en donde -hace años- vi servir a toda la sala en cuestión de diez minutos. Pero lo más probable es que el resultado sean las consabidas quejas de que si unos platos estaban fríos, tibios o pasados de cocción. Obvio. Esto no justifica el consabido menú, o la mini carta a modo de menú escondido. Pero un mínimo de flexibilidad en los comensales evitaría bastantes decepciones.

3. Pretender compartir lo incompartible. Junto a lo anterior, la especialidad de muchos visitantes, en mi opinión mayoritariamente madrileños, es pedir raciones para compartir cuando es obvio que no son compartibles. ¿Cómo se pueden compartir entre seis una ración de croquetas de marisco con precio en carta inferior a cinco euros? ¿O una ración de gamba de Denia por nueve euros? Pues a pesar de ello, la contrapartida al abuso de muchos locales de servir medias raciones para cada comensal cuando se pide algo compartible, un foie por ejemplo, muchos clientes pretenden compartir un entrante, aunque la carta señale que son individuales. Lo he visto en La Escaleta con el jefe de sala, Andrés, tratando de explicar educadamente que era imposible. Inútil resultó el esfuerzo. Y encima consideraron un timo la cantidad.

4. Rechazar vinos porque no gustan. Otro aspecto en donde los comensales suelen destacar es en las quejas sobre los vinos. Sin duda, un vino puede estar estropeado. Y más cuando en tantos restaurantes la apertura de las botellas se hace de forma tan mecánica que su comprobación -del corcho al contenido- es pura filfa (por ejemplo, el propio que tenía contratado Teresa Pérez y su padre en La Cuina de Boro o el histriónico y pintoresco jefe de sala que había, o hay, aunque no lo he visto recientemente, en Lienzo). Pero esto es algo completamente diferente a que el vino pedido no cubra las expectativas o simplemente no guste. No por eso se debiera considerar que no está en condiciones pretendiendo el cambio por otro.

No es que pretenda que se cumpla la vieja y lógica norma de que cuando uno rechaza una botella debe pedir el mismo vino. Pero si uno quiere pedir un tinto ligero y se decanta por un Shiraz de Dominio de Valdepusa o de Valtosca, lo más probable es que se sorprenda y llegue a pensar que no está bien. Como si se quiere un blanco seco y se elige un Gewürztraminer de Viñas del Vero o incluso el habitualmente excelente albariño Pazo Piñeiro de Lusco. Es imposible. 

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